La nonagenaria artista es testimonio de cómo el arte puede perpetuar afectos. Ha obsequiado casi todas sus obras.
Rildo Barba 19|09|205

Elisa pinta por placer y para obsequiar afectos en sus lienzos.
Desde niña, cuando apenas tenía seis o siete años, Elisa Magdalena Mata Tufiño aprendió que un lápiz podía contener un universo. Lo descubrió tal vez por herencia de su tío, Facundo Tufiño, que se fue demasiado pronto, pero dejó en ella la semilla del arte. Él dibujaba santos con carboncillo; ella eligió ángeles, como si ambos hubieran pactado un diálogo secreto entre lo terrenal y lo celestial.
La llaman “Nena” y la mayor parte de sus 90 años ha estado rodeada de colores, telas, papeles y pinceles. Pinta para complacer a los suyos, para obsequiar afectos en forma de lienzo, para sorprender con gestos que no requieren precio, porque el arte, para ella, no se vende: se entrega.
Sus cinco hijos (Rodolfo, Julio, Ariani, Sandra y Cristy) y tres de sus nietos heredaron esa pulsión creadora. En su familia, la pintura es un río que se bifurca y multiplica, porque a todos les nace dibujar, pintar, inventar. Es un lenguaje compartido, transmitido sin discursos, sólo con ejemplos.
Aunque toda su vida combinó la pintura con las manualidades, fue tras la muerte de su esposo, el médico radiólogo y expresidente del Comité Pro Santa Cruz, Rodolfo Roda Daza, cuando su vocación artística floreció con más intensidad. Elisa encontró en los lienzos una forma de sobrellevar el duelo.

Los ángeles siempre han sido protagonistas de sus obras.
Su técnica es fruto de una imaginación audaz. Inspirada por mujeres japonesas que conoció en su trabajo en el Consulado Argentino, aprendió que los kimonos podían pintarse con plumas de pavo real. Ella sustituyó esas plumas por jeringas, y así dibujó cabellos, alas, encajes y ojos con precisión de orfebre. También se atrevió a diseñar y elaborar trajes carnavaleros para los esposos Arlinda Álvarez y Gabriel Dabdoub; lo hizo pintando telas y hasta mimbres, inventando pelucas con rulos de madera.
El arte fue, y sigue siendo, su terapia y su refugio. Entre flores hechas con cáscaras de cebolla, ángeles de acrílico y figuras nacidas de la técnica japonesa del chigiri-e, Elisa ha llenado su casa y la de sus seres queridos de mundos paralelos. Cada cuadro suyo es una forma de resistir al tiempo, de volver tangible la memoria.
Como se dijo antes, para Elisa la pintura no es negocio, y quizá por ello su obra sólo se mostró dos veces. Nunca aprendió a ponerle precio a sus cuadros; en cambio, eligió regalarlos. Su mayor deleite está en sorprender a alguien con un cuadro: un pedazo de su alma transformado en color.
Han pasado más de treinta años desde la muerte de su “Ninky”, y aún habla de él como si estuviera en la habitación contigua: «Nunca discutimos; fui la mujer más feliz del mundo. Era un hombre hermoso, distinguido y sumamente respetuoso». Ese amor sigue siendo la raíz de su obra.

El arte ha sido su terapia y su refugio. Sus obras son variadas.