Ramé nació en plena cuarentena en Santa Cruz. Era una idea archivada hace siete años, pero que ante la necesidad y por el olorcito que emanaban los productos de esta relacionista pública, salió a la luz.
Los vecinos de Laurita Ayaviri quedaron fascinados con el olorcito que salía de su casa y de inmediato se convirtieron en sus primeros clientes. Los queques que esta relacionista pública empezó a preparar para distraerse en la cuarentena, sacaron a la luz un proyecto que tuvo con su padre hace siete años. Así nació Ramé, que en lengua malayo-polinesia significa “algo que es caótico y hermoso al mismo tiempo” o “las cosas bonitas en medio del caos”.
«Me quedé sin trabajo y entonces tuve que pensar en hacer algo que me genere ingresos», cuenta Laurita, que habiendo estudiado Panadería Industrial y conociendo algunas recetas, decidió transformar su casa en su lugar de trabajo. No quiso contratar a nadie por temor a contagios, aunque sabía que hacer pan requería de fuerzas para levantar los sacos de harina y para amasar, entre otras cosas. «Estoy criando unos brazangos por este oficio», bromea. El espacio no le da para tener amasadora ni fermentadora, así que todo es artesanal y manual. Una locura, según sus palabras.
Sola, con sus “tropicaladas” y escuchando a Marc Anthony y Chayanne, Laurita Ayaviri elabora su budín de cocoa y banana, un producto que ya tiene compradores fijos y que sigue promocionando en sus redes sociales. Pronto lanzará un pan molde integral, ideal para personas que siguen un régimen alimenticio especial; lo pondrá a la venta en tiendas de barrio y micromercados, puesto que por el bajo volumen de producción no puede hacerlo en supermercados. «Más adelante, cuando ya pueda alquilar un local amplio, comprar máquinas y contratar gente, podré llegar a más lugares», expresa. Por ahora, ella es un pulpo: también hace las compras, mueve su marketing, realiza las entregas y lava todo lo que ensucia. Su esposo le da una mano cuando su restaurante le da un descanso.
Asegura que Ramé la relaja y disfruta convirtiendo simples ingredientes en productos que alimentan y gustan, aunque su día empiece a las cinco de la mañana y concluya a las once de la noche. Lo bueno es que está en su casa, donde unos mesones se adueñaron de su galería. «Las circunstancias me hicieron dedicarme a la panadería, pero el gusto que siento por este oficio me llevaron a tenerlo como una forma de vida», dice entusiasmada.